La nota tiene un adelanto mas que interesante del libro,
aprovechemoslo para saciar nuestro instinto
http://xlsemanal.finanzas.com/web/articulo.php?id=61758&id_edicion=5787&salto_pagina=0(gracias Jesus)
Keith Richards: Sexo, drogas y ...YOKeith Richards tiene un pie en la tumba desde los años 70, cuando se hacían apuestas sobre lo que duraría vivo. Pero superó su adicción a todo tipo de estupefacientes y ahora, a los 66 años, casado y padre de cinco hijos, publica «Vida» (Global Rhythm Press/Ediciones Península), una autobiografía salvaje y políticamente incorrecta. Con un sentido del humor vitriólico, el guitarrista de los Rolling Stones repasa sus problemas con las mujeres, las drogas y la justicia. Y no deja títere con cabeza, empezando por Mick Jagger, «el picha floja».Pero antes de esas vidas tuve una infancia que transcurrió en Dartford, Londres, donde nací en 1943. Según mi madre, ocurrió durante un bombardeo. Mi madre creía que mudándonos allí íbamos a un lugar más seguro; pero es donde estaban las fábricas de armamento Vickers-Armstrong (o sea, una diana). Una bomba impactó en nuestra calle. El artefacto fue dando tumbos por la acera y se cargó a todo el mundo a ambos lados de nuestra casa. Un par de ladrillos aterrizaron en mi cuna; Hitler andaba detrás de mí.
El mundo está dividido en pringados y matones. Los niños me atacaban cuando volvía a casa del colegio. Tarde o temprano, a todos nos acaban zurrando. Me recuerdo haciendo el trayecto hasta la escuela; yo chillaba como un poseso: «¡Mamá, no, que noooo!». Iba a rastras y pataleando, pero iba. Mi abuelo Gus me enseñó a tocar la guitarra. Era una guitarra española clásica. Recuerdo el olor. Cuando abro la funda de una guitarra vieja, me entran ganas de meterme dentro y cerrar la tapa. Gus me decía: «Si consigues tocar Malagueña, puedes con cualquier cosa». A los 11 años, me metí en el coro del colegio. Los otros chicos se burlaban: «Así que eres un modosito, ¿eh?». A mí me daba igual porque el coro era genial: ibas a Londres y te librabas de las clases. A los 13, me cambió la voz y me echaron. Además, me hicieron repetir curso. Estaba tan furioso que el deseo de venganza me quemaba por dentro. Si quieres forjar un rebelde, ésa es la manera. Se acabaron los cortes de pelo, cualquier cosa con tal de molestar. Buscaba que me echasen del colegio. Pero me aterrorizaba la idea de tener que enfrentarme a mi padre. Cuando se enfadaba, hacía como si no existías. Te sentías invisible. La sola idea de darle un disgusto a mi padre, todavía hoy, hace que se me salten las lágrimas.
Mick Jagger y yo nos conocimos porque vivíamos muy cerca e íbamos a la misma escuela. Pero entonces me mudé a la otra punta de la ciudad. Un lugar desolado, lleno de ratas, junto al manicomio. Yo iba en bici. Aquello estaba lleno de desertores y vagabundos. El primer disparo que recibí en mi vida se lo debo a uno de esos cabrones: un balín en el culo. En 1961 coincidí con Mick en la estación de Dartford. Si te metes en un vagón de tren con un tío que lleva bajo el brazo discos de Chuck Berry y Muddy Waters, es amor a primera vista. Eran un tesoro. Yo, con suerte, podía comprarme dos o tres singles cada seis meses. Para llegar a ser guitarrista, tienes que empezar con la acústica y luego pasar a la eléctrica: sólo porque seas capaz de arrancarle a una eléctrica los típicos «uiii» «uaaa» y cuatro trucos, eso no te convierte en el próximo Hendrix. Mi primer amplificador fue una radio: desmonté el trasto. Me pasaba el día soldando y recableando detrás del amplificador. Me electrocuté un montón de veces porque siempre se me olvidaba desenchufarlo antes.
Me había pasado la vida esperando hacer el servicio militar. Y de repente, justo antes de cumplir los 17, en 1960, anunciaron que se había acabado. Los chicos de mi edad nos quedamos aturdidos. Ya había forma de salir de aquel laberinto, de las casas de protección oficial. Si hubiera ido al Ejército, a estas alturas ya sería general: cuando me pongo, me pongo.
Así que fui a la escuela de arte. Pero un día los profesores te mandan a una entrevista de trabajo y ya sabes lo que te espera: tres o cuatro sabelotodos con pajaritas: «¿Keith, verdad? Bueno, a ver qué nos has traído -tú sacas tu carpeta y le enseñas tus trabajos-. Mmm... Yo diría que le vamos a echar un vistazo con calma, Keith. Por cierto, ¿haces bien el té?». Le contesté que sí, pero no para él, me largué con mi carpeta y la tiré a una papelera. Fue mi último intento de incorporarme a la sociedad. En realidad, lo que necesitaba era una excusa para que me empujaran hacia la música.
Formamos un grupo y nos dieron nuestro primer bolo. Brian Jones telefoneó a una revista y le preguntaron cómo nos llamábamos... Nos quedamos mirándonos los unos a los otros. Y la llamada costaba pasta. ¡La primera canción de The best of Muddy Waters es Rollin´Stone; la funda del disco estaba por el suelo. A la desesperada, Brian, Mick y yo nos tiramos a la piscina: Los Rolling Stones. Gracias a no pensárnoslo, nos ahorramos seis peniques.
Luego llegó Satisfaction, la canción que nos catapultó. La compuse mientras dormía. No tenía ni idea de que la había compuesto, me di cuenta gracias a la grabadora porque recordaba que había puesto una cinta nueva la noche anterior. Así que la rebobiné y ahí estaba: sólo era un bosquejo. Luego también había 40 minutos de ronquidos. Mick escribió la letra. Yo solía crear la canción y la idea general y Mick hacía que sonara interesante.
Durante las primeras giras por EE.UU. los bares de carretera eran una aventura. Métete en un local de camioneros de Texas y verás. Entrabas, veías a aquellos chicarrones y advertías que no ibas a disfrutar de una apacible comida. Nos llamaban «nenas» porque llevábamos el pelo largo: «¿Nenas, bailáis?». El pelo, una de esas menudencias en las que nadie piensa, pero que cambian culturas enteras.
Es difícil recomponer el periodo de finales de los 60 porque nadie tenía claro qué estaba pasando: había mucha energía por todas partes, pero nadie sabía qué hacer con ella. No habría surgido una canción como Street fighting man sin la guerra de Vietnam. Y luego se convirtió en una historia de «nosotros contra ellos». Yo no me habría podido imaginar jamás que al imperio británico le diera por meterse con unos músicos. ¿Dónde está la amenaza? ¿Tienes ejércitos y te da por atacar a unos trovadores? La veda de los Stones se había levantado también en EE.UU. Éramos, según Nixon, el grupo de rock más peligroso del mundo.
Y llegaron los arrestos. Yo solía creer en la ley y el orden, pensaba que Scotland Yard era incorruptible: ¡me tragué el cuento! Los polis con los que me topé me enseñaron de qué iba el rollo en realidad. ¿Qué tenían en la redada de Redlands? Algo de speed que Mick había comprado y poco más. Y, como encontraron unas colillas de porro en un cenicero, el juez me llamó «escoria» y «cerdo». Fui condenado a 12 meses. Con los Beatles ya no se podían meter porque los habían condecorado, así que nos tocó a nosotros la crucifixión. Pero sólo pasé un día en la cárcel.
Más problemas con la justicia. En el sur de EE.UU. Nos detuvieron con un montón de droga encima, pero no nos podían registrar hasta que llegase nuestro abogado. Así que estábamos en los aseos de comisaría, intentando deshacernos de toda la mierda. Yo me quité de encima el hachís y la hierba, pero no había manera de que se fueran cañería abajo porque se había atascado el retrete, así que ahí me tienes, tirando de la cadena como un loco. Pero nuestro abogado era muy bueno y nos libramos.
Nos lo pasábamos muy bien. En cierta ocasión, Brian, su novia Anita Pallenberg y yo cruzamos la frontera española en un Bentley azul y cuando llegamos a Barcelona nos fuimos a un tablao flamenco en las Ramblas. Esa parte de la ciudad era un poco áspera y, cuando salimos de madrugada, nos encontramos con que se había montado una buena bronca: había gente lanzando cosas al Bentley. Apareció la Policía y cuando me quise dar cuenta estaba metido en un juicio en plena noche. Había un banco larguísimo con por lo menos cien tíos en fila (yo era el último). Entonces aparecieron unos policías, porra en mano, que empezaron a arrearles en la cabeza. Supuse que a mí me iban a dar, pero no, la cosa quedó en una multa de aparcamiento.
Al día siguiente salimos hacia Valencia, solos Anita y yo. Nunca en mi vida he dado el primer paso para enrollarme con una mujer. Me quedo sin palabras. Así que Anita movió ficha. Yo no podía entrarle a la chica de mi amigo. Pero en el asiento trasero de aquel Bentley, en algún lugar entre Barcelona y Valencia, Anita y yo nos miramos: la presión era tan bestial. Era febrero y en España ya había llegado la primavera. Recuerdo el olor de los naranjos.
Anita y yo nos convertimos en pareja y, con el tiempo, empezamos a consumir heroína. ¿Por qué me drogaba? Creo que tiene que ver con subirse a un escenario: los niveles de adrenalina son tan altos que requieren un antídoto. A mí nunca me gustó ser famoso y, si estaba ciego, me resultaba más sencillo enfrentarme a la gente. También sentía que lo hacía para no ser una «estrella del pop». Me costaba mucho lidiar con eso. Mick eligió los halagos, que son como el jaco: una evasión de la realidad.
La mayoría de los yonquis acaban idiotas. Fue eso lo que me hizo dar la vuelta. «¿Seré capaz de no ser tan cretino? ¿Qué coño hago aquí con estos colgados?» Nadie se convierte en un héroe por el hecho de meterse droga, más bien si consigues dejarla. Al final sólo te relacionabas con otros yonquis. Yo necesitaba ampliar horizontes. Además, Anita estaba embarazaba, así que había llegado el momento de desengancharse. Decidimos que nos iríamos a Suiza. El mono es un horror. El cuerpo se te pone del revés durante tres días. Van a ser los tres días más largos de tu vida y te vas a preguntar por qué te haces esas cosas a ti mismo cuando podrías seguir con tu vida de estrella del rock con pasta de sobra. En cambio, allí estás: potando y subiéndote por las paredes. Ahí es donde un hombre razonable dice «estoy enganchado», pero ni eso impide que un hombre razonable vuelva a meterse.
Estaba de gira en París cuando me dieron la noticia de la muerte de mi hijo Tara con sólo dos meses, lo habían encontrado muerto en la cuna. Me llamaron cuando estaba preparándome para el concierto: «Siento mucho comunicarle que...». Es como si te pegaran un tiro. No cancelé el concierto. Habría sido peor. ¿Qué iba a hacer? ¿Quedarme en la habitación del hotel volviéndome loco? Llamé a Anita, que estaba hecha un mar de lágrimas. Al pobre cabroncete nunca llegué a conocerlo, o apenas; debí de cambiarle el pañal dos veces. Fue un fallo respiratorio, muerte súbita. No creo que fuera culpa de Anita. Pero marcharme de gira cuando todavía era un recién nacido es algo que nunca me perdonaré. Es como si hubiera desertado. Y aquello no hizo sino erosionar aún más nuestra relación y provocó que Anita se adentrara en el abismo del miedo y la paranoia. Perder a un hijo es lo peor. Poco a poco van aflorando las posibilidades truncadas con ese niño. Y te persigue durante el resto de tus días. Tara vive dentro de mí, pero ni siquiera sé dónde está enterrado el pequeñajo.
Del asunto entre Mick y Anita tardé en enterarme, pero me lo olía. Sobre todo por Mick, cuyo comportamiento no levantaba la menor sospecha, algo muy sospechoso. Nunca esperé nada de Anita. Al fin y al cabo, yo se la había levantado a Brian. No soy demasiado celoso. Nunca tuve intención de atarla en corto. Pero aquello abrió una brecha entre Mick y yo. No era la primera vez que competíamos por una mujer. Era una pelea de machos alfa. Todavía lo es... En cualquier caso, ella no se lo pasó demasiado bien con el pequeño picha floja.
Mick se pasaba el día en Studio 54 de Nueva York, que no era de mi gusto: una discoteca con decoración emperifollada, abarrotada de maricones en bóxer. Lo raro es que conociera a Patti Hansen, mi actual esposa, en Studio 54. Corría el año 1979. Y una de las colegas de Patti se acerca y nos cuenta que es el cumpleaños de una amiga suya. «¿De cuál?», le pregunto yo, y me señala a una rubia preciosa que estaba bailando. «¡Dom Pérignon ahora mismo!» Le mandé una botella y me acerqué a saludar, sólo eso. En una entrada de mi diario, escribí: «Increíble. He conocido a una mujer. ¡Un milagro! Tengo un montón de tías a mi disposición, ¡pero he conocido a una mujer!»
Las groupies eran encantadoras. Pero era incapaz de estar con una mujer que no me gustara de verdad. En muchas ocasiones he acabado con una en la cama y no ha pasado nada, nos hemos acurrucado y a dormir. Y a muchas las he querido de verdad, porque siempre me impresionaba el hecho de que ellas también me quisieran.
A Mick no le gusta que hable con sus mujeres, siempre acaban llorando en mi hombro porque se han enterado de que él anda por ahí de conquista otra vez. ¡La de lágrimas que han vertido sobre este hombro Jerry Hall, Bianca, Marianne Faithful, Chrissie Shrimpton! Me han arruinado un montón de camisas. ¡Vienen a preguntarme a mí qué tienen que hacer! ¿Y yo, qué coño sé?
Una vez en Chicago se montó una gran juerga en mi habitación, con un montón de groupies. Ya llevaban allí 12 horas y yo estaba harto. Quería que se largara todo el mundo y no había manera de que me escuchara nadie. Así que ¡bum!, saqué la pistola y disparé al suelo. Y eso sí que consiguió vaciar la habitación en medio de un torbellino de faldas y sujetadores. Guardé la pistola esperando que se presentara la Policía y ¡no subió nadie! He de decir que me pasaba usando armas. Cuando me desenganché, las dejé también.
En 1973 sacaron una lista de las diez estrellas del rock que era más probable que murieran pronto, y me colocaron en el número uno. ¡Fui número uno en esa lista durante diez años! La historia de que iba a Suiza a cambiarme la sangre les dio un verdadero subidón a esos nigromantes. ¡Pero nunca me he cambiado la sangre! No sabría decir hasta qué punto accedí a interpretar el personaje que inventaron para mí. Me refiero al anillo con la calavera, el diente roto, el kohl en los ojos y demás. La gente cree que sigo siendo un yonqui. ¡Y hace 30 años que dejé las drogas!
La gran traición de Mick fue que anunciara en 1987 que saldría de gira con su segundo álbum en solitario. Había dado carpetazo a 25 años de Rolling Stones. Según declaraciones del propio Mick: «Con los Rolling Stones ya no puede ser, a mi edad y tras todos estos años... Me he ganado el derecho a expresarme de otra manera». Y vaya si lo hizo: se expresó saliendo de gira con otra banda a cantar canciones de los Stones. Aquello fue una bofetada. Arremetí contra él en la prensa. «Si no sale de gira con los Stones y lo hace con la banda de Huevón o Pelotudo, le voy a rajar el cuello.» Hasta mediados de los 70, Mick y yo éramos inseparables. Pero, cuando nos distanciamos, yo tiré por mi camino, que era una cuesta abajo hacia Villachute, mientras que Mick ascendió hacia Jetsetlandia.
Tal vez Mick y yo no seamos amigos, pero somos como hermanos. Los hermanos se pelean. Yo puedo decir estas cosas, me salen del corazón, pero nadie puede decir algo malo de Mick en mi presencia. Nuestra relación todavía funciona. ¿Cómo si no, al cabo de casi 50 años, podríamos plantearnos aún volver a salir juntos a la carretera? La diferencia entre Mick y yo es que a él no le gusta confiar en nadie. No puede dejar de ser Mick Jagger ni un minuto.
De vacaciones en las Fiyi me caí de un árbol y me fracturé el cráneo. Me operaron. Me abrieron la cabeza, aspiraron los coágulos y me colocaron el hueso en su sitio como un sombrerito con seis grapas de titanio. Por lo demás, llevo una vida de auténtico caballero: escucho a Mozart y leo mucho. Me encantan las novelas de Patrick O´Brian. Cuando estoy en casa, suelo hacerme yo la comida, por lo general salchichas con puré de patatas. Creo que ya he provocado revuelo más que suficiente en esta vida. Pero me retiraré cuando estire la pata. Se nos critica porque ya somos viejos. Si fuéramos negros y nos llamáramos Duke Ellington, todo el mundo nos animaría a seguir. Por lo visto, los rockeros blancos ya no deben ejercer a nuestra edad. Pero yo no sigo en la brecha porque estoy aquí para decir algo y para llegar a la gente, a veces con un grito desesperado: «¿Conoces este sentimiento?».
Keith Richards